jueves, 31 de marzo de 2011

Y cuando creo, qué

La experiencia de Dios es reveladora de sentido. Pero no es sólo que nos muestra su Ser y su voluntad, sino que su amor y confianza en nosotros muestra su sueño al crearnos, nos revela su ideal para nosotros. Por lo anterior, una experiencia profunda con Dios abre las puertas para un conocimiento verdadero de nuestro ser; nos debe llevar a la toma de conciencia de quiénes somos y qué podemos hacer.

Cuando nos ponemos ante Dios, infinito y eterno, tenemos que hacernos conscientes de nuestra pequeñez y contingencia. Estar frente a Él y conocerlo, nos debe llevar a estar frente a nosotros y conocernos. No somos dioses. Ni somos perfectos, ni santos absolutos. Esos son atributos de Dios. Nosotros somos frágiles, débiles, contingentes, finitos y limitados.

No podemos -ninguno de los que nos decimos creyentes en Dios- asumir una posición de juez o de acusador de nuestros hermanos. Aquel que ha descubierto quién es Dios, sabe también quién es él y, por lo mismo, tiene cuidado de no asumir posiciones que muestren que no conoce el amor profundo y total de un Dios que es fuente inagotable del perdón y de la aceptación del otro, aunque pecador.

Sé que es fácil creerse más que los demás y hacerlos sentir poca cosa con palabras y acciones; arroparnos bajo un falso halo de perfección que no tenemos y ofender sin detenernos a pensar hasta dónde cala una frase en el corazón de quien la recibe. También sé que es fácil estar al acecho de los errores de los otros y usar nuestro índice para hacerlos objetos de nuestras condenas bajo la equivocada convicción de que no caeríamos en los mismos errores porque estamos más avanzados en la escala del desarrollo humano.

Pero estoy seguro de que esas no son las acciones que se generan de una buena relación con Dios. Cuando conocemos a Dueño de la Existencia y nos damos cuenta de que nos ama a pesar de todo; que nos da nuevas oportunidades a pesar de nuestros continuos errores; que nos da fuerzas aunque nosotros las malgastemos en proyectos contrarios a los suyos; que nos levanta aunque hemos caído por cuenta de nuestra terquedad. Frente a un Dios tan lleno de misericordia para con nosotros, no tenemos otra cosa sino que tratar de hacer lo mismo con nuestros hermanos. Quien se siente amado por Dios lo mínimo que hace es aprender a amar a los otros que están con él en la vida diaria.

Tampoco nos lleva la experiencia de Dios a un comportamiento de mendigos, como personas que desconocen su valor o de sujetos incapaces de saber quiénes son y qué son capaces de lograr. La experiencia con el Señor nos hace conscientes de quienes somos pues, entonces, nos hace saber también cuáles son nuestras capacidades, cualidades, posibilidades, y nos lleva a reconciliarnos con los dones que Dios nos ha dado para la construcción de nuestro proyecto. Al estar frente a Dios me siento invitado a dar lo mejor de mí y salir adelante.

Es decir, la experiencia de Dios me hace saber quien soy: un pecador, que falla y está luchando por ser mejor. Soy alguien que tiene valor y que al reconocerlo se prepara para salir adelante. No asumamos las posiciones de ser jueces de nuestros hermanos, no somos nosotros los que tenemos que acusarlos o señalarlos por sus errores. Hacerlo es demostrar que estamos satisfaciendo nuestra envidia y tratando de llenar de mala forma los vacios que tenemos en función de los otros. Quien se siente santo y señala el pecado de los otros, está desviando la mirada de su conciencia para otro lado porque sabe que ha fallado mucho.

Tampoco podemos escudarnos en nuestra fe para asumir la posición de los que no quieren comprometerse con la responsabilidad de su vida. Debemos ser protagonistas de nuestra historia, luchadores que consquistan sus proyectos impulsados por la fuerza de Dios, sin triunfalismos pero sin falsas humildades que se convierten en lastre y enmascaran fracasados. Estamos llamados a dar lo mejor, a poner el ciento por uno, a conquistar metas, pero sin que eso signifique despreciar o maltratar a los otros.
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