miércoles, 30 de noviembre de 2011

Esperanza no inútil

Uno de los temas recurrentes cuando hacemos análisis de las circunstancias del país es la creciente desesperanza aprendida. Uno se encuentra con gente que piensa, siente, vive de un modo pesimista. Todo está mal. Todo estará peor. Esas máximas con las que se viven, no sólo se propagan, se repiten y se creen; sino que definen el modo cómo nos relacionamos con la existencia. No hay nada bueno, no lo habrá, entonces hay que intentar sobrevivir según se pueda sin aspirar a más.
Estoy convencido de que esa desesperanza no es el sentido de lo que somos; ni de lo que debemos ser. Creo que es fundamental tener esperanza y que ésta sea capaz de vencer al pesimismo. Y defino esperanza como la certeza de que ocurrirán las cosas buenas que ya han pasado anteriormente en mi vida. También la entiendo como la seguridad existencial de que voy a estar bien, a pesar de que ahora pueda que no lo esté.

Si nos detenemos a pensar al respecto de lo que define nuestra condición humana, lo espiritual es básico. Y aclaro, una vez más, que lo espiritual no es lo religioso, sino aquellas capacidades auténticamente humanas de trascender la realidad, lo que me lleva más allá del aquí y el ahora, lo que me faculta para comprender por encima de lo evidente. Está claro que capacidades como la contemplación, el silencio, la admiración, el aguante y la esperanza, forman parte de ese universo espiritual humano.

En el caso de la esperanza, podemos decir que aquellos que vivimos con ella, tenemos las siguientes cualidades:

1. Tener esperanza nos impulsa a no dejarnos derrotar por las dificultades. El que espera lo mejor está más preparado para conseguirlo. El que tiene esperanza sabe que llegarán adversidades, pero que todos los proyectos tienen que ir afinándose, van a presentar fallas, van a ir haciéndose perfectos a medida que aparezcan los errores y se vayan superando.

2. No somos inferiores a ninguno, tenemos posibilidades que otros no tienen. Nuestra manera particular de conjugar las acciones de la vida nos da unas facultades especiales que sólo tengo yo. Cuando tengo esperanza me descubro valioso porque tengo las capacidades que requiero para triunfar. Estoy reforzando mi visión positiva sobre quién soy. Los problemas se presentan entonces como retos a vencer, como oportunidades para crecer, como situaciones propicias para demostrarme de lo que soy capaz.

3. No dudamos de nosotros, confiamos que podemos dar el golpe. Cuando otros se sientan a llorar sobre la leche derramada y profundizan sus sentimientos de derrota e incapacidad, quienes tenemos esperanza sabemos que llegará el momento, que se dará la oportunidad, tenemos paciencia, vamos encontrando alternativas de solución en la calma, mientras todo se da como debe. A la desesperanza le subsigue el desespero, a la esperanza la atención y el estar despiertos para reaccionar en el justo momento.

4. Los esperanzados han logrado mucho, son quienes cambian las cosas, quienes visionan lo que otros no pueden. No se quedan en la oscuridad, sino que crean la luz; aunque tengan que intentarlo muchas veces, aunque todos opinen que no lo lograrán, aunque parezca algo absurdo el solo hecho de intentarlo. Los esperanzados ven lo que aún no se da, lo sueñan y luego trabajan duro para lograrlo.

Quisiera invitarte a tener esperanza, a lanzar fuera de tu corazón los pensamientos pesimistas y derrotistas; vive con intensidad, aún en medio de tu dificultad, de tus problemas, todo será para tu bien, de esto saldrás fortalecido y preparado para ser feliz siempre de un modo más profundo y más pleno.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El Plan de Dios

“Entonces Pedro comenzó a decirles: –Ahora comprendo que para Dios todos somos iguales. Dios ama a todos los que le obedecen, y también a los que tratan bien a los demás y se dedican a hacer lo bueno, sin importar de qué país sean” Hechos 10, 34-35. Nunca nos comparemos con nadie. Somos originales, y nuestra originalidad consiste en que tenemos cualidades diferentes; y aunque hagamos cosas parecidas a otros, seguimos siendo únicos. Tú eres como eres, no vas a ser igual a esa cantante “exitosa”, ni a aquel predicador “famoso”, tampoco como aquella persona que admiras. Podrás alcanzar más o menos, eso lo decides tú; pero no repetirás su historia. Tú eres tú y Dios te ama tal como eres. Tu originalidad la usará Dios con un propósito específico.

Podemos ver en la Biblia que la mayoría de hombres usados por Dios no eran perfectos, pero los utilizó de una manera especial, según sus cualidades y posibilidades; sin descartar sus defectos, sin pedirles ser perfectos. Vemos que Dios actúa a través de hombres y mujeres de carne y hueso: con carácter fuerte (Pedro), con muchas dudas (Tomás), con un pasado difícil (Magdalena), hombres que reconocían sus debilidades (Pablo), hombres que pensaban que no eran dignos de ser usados por Dios (Isaías, Jeremías), hombres que se negaban a su llamado (Jonás), hombres con mucho orgullo pero que llegaron a ser humildes (Moisés) y así una larga lista de personas con luchas, debilidades y situaciones difícil como las nuestras.

Jamás te sientas menos que otros, porque para Dios no hay favoritos. Todos somos sus hijos, su especial tesoro. A tal punto que nos amó tanto que envió a su único Hijo a salvarnos de nuestros pecados. Cada uno tiene las mismas probabilidades de ser usado por Dios de gran manera; pero para ello debemos buscarlo, intentar agradarle descubriendo y siguiendo su voluntad. Dios, aun con tus debilidades y defectos, puede usarte de forma especial para hacer historia.

Dios nos llama y su llamado ha dejado huellas claras en nosotros. Para saber qué quiere de nosotros debemos mirarnos interiormente y tomar conciencia de las cualidades, las capacidades, como las limitaciones y los defectos que tenemos. Dios no nos llama sin darnos las fuerzas y las posibilidades de realizar el llamado. Si sientes un llamado pero no tienes ninguna de las cualidades que para él se exigen sería bueno que discernieras con mayor detenimiento porque es probable que estés llamado a una misión distinta. Pongo un ejemplo bien simple: no creo que Dios te llame a jugador de fútbol sin que tengas las capacidades físicas que se necesitan para ello.

Revisar bien si contamos con las cualidades necesarias para asumir una misión o llevar a cabo una tarea e insistes en ser un jugador de fútbol, un sacerdote, un médico, etc., entonces es probable que estés siendo un terco al que habría que invitar a repensar su vida. Habría que centrarse en dos aspectos fundamentales: qué siento y para qué tengo capacidades. No puedo pensar que estoy llamado para hacer algo si al pensar en las realidades típicas de ese camino mi corazón se sobresalta y se deprime. No puede ser que quieras ser médico, pero nunca perder una noche en una sala de urgencias; ni que quieras ser arquitecto, pero no te gusta dibujar planos.

El profeta Jeremías describe su ser profeta con una imagen muy viva: "Pero la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no podía" (Jeremías 20,9). ¿Quién eres? ¿Cuáles son tus capacidades? ¿Cómo estás preparado para la vida? ¿Qué debes aprender? Tienes que revisar tus talentos, tus cualidades, las capacidades que tienes. Es claro que se necesita un buen índice de liderazgo, que se necesita capacidad para hablar, para consolar, para aconsejar, para dirigir, para entrar rápidamente en relación con los demás, una inteligencia emocional alta, una inteligencia racional mediada, capacidad de sacrificio, generosidad, entrega, responsabilidad, como capacidades mínimas para vivir

lunes, 14 de noviembre de 2011

COMUNICAR LO BUENO...

Desde mi papel como presbítero de la Iglesia Católica, desde mi deseo evangelizador de llenar de sentido la vida humana, me he preguntado por qué lo malo tiene tantos seguidores emocionados; pero lo bueno parece obsoleto, aburrido y soso.

¿Cómo funciona la industria de Hollywood para tener tantos adeptos y tantos consumidores? ¿Qué hacen algunos publicistas para volver locos a los jóvenes con sus productos y lograr que quieran “consumirlos” con unas ganas brutalmente intensas? ¿Qué intentan los docentes que no logran que sus muchachos se emocionen aprendiendo la lección? ¿Qué hacen los presbíteros y catequistas para que los niños se aburran y logren –hasta- odiar sus misas y sus lecciones de catequesis? Seguro hay diferencias entre lo que hacen.

Con resultados tan dispares y contrarios, seguro que sus dinámicas de trabajo no son las mismas. No es sensato descalificar la manera de Hollywood y de los publicistas per se. Hacerlo es usar el mecanismo de defensa de la racionalización y gritar como la zorra que las uvas están verdes. Calificarlos de superficiales y de manipuladores es una manera de desconocer que el mundo cambió y que no se es más, ni está más, aquel en el que fueron criados nuestros profesores y evangelizadores.

La primera reflexión que podemos hacer es tratar de comprender qué mueve a los seres a actuar. Hoy se tiene claro que no son las ideas: como bien nos han enseñado la: “La Neurobiología también apoya esta idea. ‘Nadie’ se mueve por las ideas, a lo sumo hay personas que se mueven por la pasión por unas ideas.

‘Todos’ nos movemos por emociones. Las personas que parecen moverse por grandes ideas lo hacen en realidad porque han desarrollado sinapsis entre estas ideas (corteza cognitiva) y el límbico emocional. La propia etimología de la palabra emoción (e-movere) remite a esta capacidad movilizadora. La misma pregunta es un ruego (inter – “rogación”) y este ruego es la demanda que representa el deseo emocional”[1].

Allí puede estar ya una primera gran diferencia entre la dinámica de la publicidad, de la televisión y la que usan hoy la educación y aún la evangelización: Unas apunta al mundo de las ideas únicamente, a la información que se ha de tener y el otro apunta a la integración emoción-pesamiento: “Esto se debe a que la publicidad apunta a las emociones y es generadora de deseos.

La comunicación persuasiva seductora le apunta al Límbico. La televisión aprovecha que la imagen no debe pagar peaje intelectual (pensar, razonar, etc.) para causar emociones. La Educación, por el contrario genera una comunicación profunda pero insípida debido a su “analfabetismo emocional”. Por esto sus productos indispensables suelen ser considerados prescindibles por sus receptores”[2]. Sin pasión nadie va a aprender verdaderamente, nada que el sistema límbico considere poco importante para la supervivencia va a ser significativo, ni será aprendido. Entre conseguir pareja y aprender una ecuación matemática, esté seguro que el sistema límbico va a saber que escoger.

¿Cómo pretender que el discurso evangelizador/educativo sea importante para los jóvenes de hoy si no toca para nada su mundo emocional? ¿Cómo lograr que nuestro ejercicio evangelizador/educativo logre pasar el filtro del sistema límbico?
Una segunda reflexión sería comprender que de alguna manera la publicidad y los medios masivos están entendiendo mejor al receptor, y están co-produciendo con él una relación más íntima, intensa y productiva que los lleva a ser muy tenidos en cuenta por este.

Si la publicidad entiende al receptor mucho mejor que la educación es porque entiende mucho mejor al mundo emocional en el que el receptor vive como pez en el agua[3]. Sin entender el mundo emocional del “receptor” terminamos comunicándonos con quien no existe y comunicando lo que no les interesa.

Hay que esforzarse a conocer el mundo emocional de aquel con el que estamos trabando una relación que queremos sea significativa para él. Sin ese mundo emocional no hay ninguna posibilidad de comunicar algo realmente significativo, seguro de que su límbico considerará spam todo lo que intentamos comunicar. GC

lunes, 7 de noviembre de 2011

Vicios que desafían la felicidad

Me pregunta un joven qué son los siete pecados capitalinos. Me reí y le expliqué que no son capitalinos, sino que son siete pecados capitales. El Papa San Gregorio Magno en el siglo VI realizó una lista de siete pecados que consideraban los más vicios más populares de la sociedad de su tiempo. Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (Mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza. (Catecismo de la Iglesia Católica, No 1866).

Cada uno de esos pecados, de esas maneras equivocadas de asumir la existencia, nos lleva a alejarnos de lo que deberíamos ser si decidimos ser felices. Creo que es más que claro que aquellas personas soberbias, los que no miran a los otros como iguales sino como inferiores, los que tienen palabras ofensivas para otros, los que se creen perfectos sin serlo y que subestiman al resto de la humanidad, esos no pueden ser felices porque nadie los quiere de verdad. También aquellos que viven para tener, para poseer, para consumir, esos que creen que sólo serán felices si logran tener y tener más cosas, más botones para espichar, más cosas para mostrar que ellos son valiosos porque pueden ostentar, esos tampoco pueden ser felices pues nada de lo que se tenga da felicidad, ninguna cosa puede ocupar el lugar principal del corazón.

Tampoco son felices aquellos que viven llenos de envidia, que se dejan amargar porque a otros les va bien, porque tienen lo que yo no tengo, porque van donde yo no puedo ir, porque viven donde yo no puedo vivir; cuando dejo que la envidia me gane la partida, entonces me vuelvo alguien frustrado porque siempre buscaré compararme con aquellos a quienes veo como mejores. Qué puede ser feliz alguien que deje que su corazón esté gobernado por alguna de esas fuerzas que nos encierran y nos alejan de lo que deberíamos ser.

Piensen un poco, en las veces en las que hemos equivocado nuestras acciones porque estamos llenos de ira, movidos por la rabia que nos enceguece y que nos lleva a, incluso, disfrutar del daño que hacemos a los demás. Sin embargo, ese es un precio muy alto, una factura, que debemos pagar pues la ira nos aconseja que hagamos lo que no está bien en medio de ese estado de alteración que se apodera de nuestro corazón. No podemos ser felices si dejamos que gobierne nuestros actos, porque tiene la capacidad de convencernos de que estamos haciendo bien cuando estamos haciendo mal; porque con rabia, uno cree que es válido pegarle a alguien, que está bien gritarlo, que está bien ofenderle pues se lo merece por lo que hizo y debe ser castigado.

La lujuria es un pecado que tiene pinta de bueno, más en esta sociedad en la que se nos dice que lo más importante es el placer, lo rico, lo agradable; y yo no creo que sea malo el placer, pero sí considero como dañino que sólo pensemos en tener placer, que vivamos pensando solo en lo agradable, porque en la vida lo importante se construye con sacrificio, disciplina y renuncias, aplanzando el placer, dosificando las satisfacciones, creando un plan, un proyecto a largo plazo que postergue la recompensa muchas veces. La lujuria nos hace creer que hay que agotarlo todo, ya, aquí y ahora.

En eso se parece a la gula que es la incapacidad de parar en lo que es bueno hasta hacerlo dañino. Bueno es comer, pero en exceso ya no lo es tanto. Bueno es hablar, pero hay quienes no saben cuándo callarse, ni qué es mejor no decir. La gula consiste en la loca incapacidad de regularse. Y, por último, la pereza que no es un justo descanso, sino la incapacidad verdadera de hacer algo que se debe porque supone desacomodarme; sin embargo, cuando dejamos que esa sea nuestra lógica de vida, entonces nos vemos perdidos porque nada se consigue sin que lo trabajemos, sin que apostemos por ello con grandes porciones de esfuerzo y sacrificio.